POR CLARA LÓPEZ OBREGON / EL ESPECTADOR
En los años 70, el reconocido psicólogo social y psicoanalista Erich Fromm denominó “narcisismo de grupo” al fenómeno destructivo según el cual individuos se alienan en grupos, bajo la égida de un liderazgo fuerte, cuyos postulados no cuestionan. Se trata de la sustancia del extremismo político y religioso que en época reciente ha venido extendiéndose alrededor de proyectos autosuficientes, desligados de la realidad y de los hechos. Tal es el caso del fenómeno de los supremacistas blancos que pretendieron desconocer los resultados electorales de los Estados Unidos mediante un golpe de gracia.
Anteriormente en los márgenes de la sociedad, este fenómeno psicológico de grupo se ha venido normalizando al punto de dejar de ser reconocido en su efecto patológico sobre los individuos y el cuerpo social. Muchos atribuyen su auge a las redes sociales y la facilidad con que circulan teorías de la conspiración fundadas en medias verdades y mentiras dirigidas a generar miedo y odio con fines de supremacía política o religiosa. Tales relatos aprisionan a egos desnudos que encuentran en la pureza del grupo y sus objetivos una causa que nadie puede osar contradecir, sin convertirse en objeto de estigmatización y señalamientos en extremo intolerantes.
Pero la normalización de esta patología no es inocente. Contribuye a ella una malsana deferencia al poder que no debería tener lugar en sociedades democráticas. Así, un energúmeno de aseveraciones tajantes e insultantes como Trump pasó de ser un personaje cuestionado por sus actitudes éticas, misóginas y racistas a recibir de gran parte de sus pares y de la prensa convencional el trato otorgado a quienes sostienen los valores de la convivencia social. De manera acrítica se fueron aceptando sus posturas mentirosas como si se tratara de opiniones respetables, lo que alimentó el narcisismo de grupos extremistas que fueron corroyendo sectores cada vez más amplios de opinión. Fueron insuficientes los generadores de opinión y dirigentes políticos y religiosos que se resistieron a darle trato de ejercicio de libre expresión de ideas y opiniones a francas y obvias mentiras instrumentalizadas que culminaron con el increíble fenómeno de que el 75 % del Partido Republicano piensa que a Trump le robaron las elecciones. Esa realidad alterna hoy es un hecho que amenaza seriamente la institucionalidad democrática de los Estados Unidos.
En Colombia sucedió algo semejante con el proceso de paz en clave de disputa por el poder del Estado. Mentiras evidentes, como que “Santos les entregó el país a las Farc”, entraron al discurso público como verdades incuestionables y fueron normalizadas en los medios como ejercicio de la libertad de expresión. Pero resulta que, como el robo de las elecciones en los Estados Unidos, es una mentira inaceptable que daña la deliberación pública y pone en peligro la democracia y la convivencia pacífica.
En Estados Unidos se ha dado el viraje y ya los entrevistadores no dejan que mentiras monumentales se expresen y normalicen sin contradecirlas. Ahora nos corresponde a los colombianos hacer lo propio frente al narcisismo colectivo.