La ciudad como motor de cambio social

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POR OMAR ACHA /

En Latinoamérica, el relato del pasado se dirige claramente a alertar sobre la situación presente que enfrentan las elites del nuevo mundo. Recorre la conformación de la escisión de la sociedad que caracteriza el modo en que se presentó la diferencia entre campo y urbes, para esbozar a través de qué procesos es posible superar no autoritariamente la incomprensión y enfrentamiento de dos culturas coexistentes en las ciudades. Ello supone una reorganización de las tareas políticas, pues sopesa el espacio de la economía y del Estado, para proponer implícitamente una atención más aguda sobre la mediación política de la distribución de recursos y la relevancia de una hegemonía cultural que desactive el resentimiento y anomia de las masas urbanas. Por el contrario, la salida del populismo con que finaliza el libro ya clásico de José Luis Romero, Latinoamérica: Las ciudades y las ideas, produce en el autor un profundo desasosiego porque sin buscarlo exacerba los enfrentamientos hacia una resolución peligrosa que con otros ojos podría haber sido conducida a mejor puerto. Si el cuarto de siglo transcurrido desde su publicación en 1976 no puede ser eludido en lo que ha transformado las miradas posibles sobre América Latina, acaso sea el horizonte ensayístico del volumen lo que haya sufrido más alteraciones. Porque el continente en el que piensa Romero se le presenta con una unidad a pesar de todas las diferencias. Cuando se gestó Latinoamérica, la existencia de una unidad al sur del Río Grande no era un hecho discutible. Plumas nacionalistas, socialistas, cepalianas, comunistas y populistas daban casi unánimemente por supuesto que el continente era una realidad consistente y que poseía intereses distintivos. La unidad latinoamericana se llevaba bien con otra convicción: la que afirmaba que alguna grandeza podía llegar a estas tierras. En el caso encuadre socialista-liberal al que pertenecía Romero existía también otra esperanza: que surgirían elites a la altura de los tiempos, y que éstas conducirían sabía, justa y democráticamente a las sociedades americanas. ¿Es sostenible preguntarse por tales cuestiones en referencia a un libro de historia?

Romero activa una narración que parte del siglo XI europeo, del inicio de lo que denominaba la “revolución burguesa”, una creación urbana, y se traslada al nuevo continente conquistado a fines del siglo XV.

Sintéticamente, la historia de la cultura latinoamericana que nos propone Romero es la historia de cómo la experiencia urbana progresivamente contiene las tensiones entre campo y ciudad. No es propiamente una historia de las ciudades, como promete el título, ni una historia social-ecológica de los ambientes rural y urbano. Las ciudades de Romero son espacios de experiencia, cuya estructura misma está determinada por las sensibilidades que puedan albergar luego de la invasión de las ciudades por las multitudes. Y si entonces se hace más evidente que Romero propone una historia de la cultura, se entiende que esa narración busque comprender por qué una vez que las elites criollas dispusieron de las riendas de las nuevas naciones, casi siempre fracasaron en lograr la cohesión progresista de la ciudad, por qué el campo sitió a la urbe o por qué la ocupó. Lo que agita la comprensión de Romero es la incapacidad de las minorías selectas para resolver los dilemas así instalados. Es éste, el de las elites, el tema profundo de Latinoamérica. Lo es más que la masificación, pues Romero no ve allí algo permanente, sino una tarea a resolver. Es muy cierto que la distinción (y el continuo) rural-urbano organiza las sociabilidades e ideologías; sin embargo, una versión del progreso hacía confiar en que los beneficios económicos y culturales de la vida urbana transformarían los rasgos retardatarios y autoritarios de la vida en el campo. Romero era un romántico de la ciudad. En sus estudios sobre la mentalidad burguesa había intentado mostrar cómo en las ciudades comerciales no se trataba solamente del imperio de la mercancía. Allí también era posible una vida activa en el goce, en el disfrute, en la política y en el conocimiento. Por eso también no podía dejar de ser un ilustrado frente a la vida rural. La cuestión residía en cómo la vida urbana podía producir una nueva sociedad. Esto parecía más difícil en América Latina porque allí existía una resistencia de las comunidades campesinas o de los sectores habituados al hábitat rural, algo que no había sido propio de la experiencia de la Europa occidental. Si el campo poseía una temporalidad conservadora, la historia era producida por la ciudad. La historia rural, empero, apenas cumple una función en este volumen. Me parece que no se trata de una cuestión de recorte del objeto. La historia cultural de la experiencia urbana no es el resultado de un estudio del conservatismo del campo, sino de una elección previa según la cual es en la ciudad donde reside el núcleo del cambio social. Pero el que Romero extienda su inquisición a Latinoamérica debía condenarlo a sesgar su mirada fuera de buena parte del continente donde las urbes no contienen lo más resistente a la organización de una polis.

Es en la división de las ciudades después de las primeras décadas del siglo XIX, donde reside el gran desafío para las elites latinoamericanas. Dos grandes movimientos demográficos –hacia 1880 y 1930- iban a fijar la escisión que habían prefigurado los ataques de las masas rurales guiadas por los caudillos pocos años después de los movimientos independentistas. La gran inmigración europea y los traslados de contingentes de origen rural de los países latinoamericanos alteraron radicalmente a las ciudades. El fracaso de las elites se materializó en su incapacidad para rearticular eficazmente el mundo urbano luego de estas novedades demográficas. Romero reprocha a las elites no haber enfrentado adecuadamente el problema que entonces surgió. Se abroquelaron en la defensa de sus privilegios y devinieron oligarquías. Las masas conformaron, entre el desarraigo, la necesidad y el resentimiento, una nueva cultura que se fue consolidando en una división de la ciudad que dificultaba el todo armónico que era el modelo ateniense del que Romero deseaba ser ciudadano. Porque la división de la sociedad no era inocua en su escisión. El sector de las multitudes es anómico. La masa está “disponible”. El populismo y el autoritarismo calan con frecuencia en el resentimiento y en el reclamo de justicia social que les produce la marginación y la indiferencia y aun la arrogancia de la oligarquía. Antes que destacar en esta narración lo que ha mostrado el paso del tiempo académico, quisiera reflexionar aquí sobre lo que en el lenguaje freudiano se denomina su verdad histórica. Entonces lo que se nos presenta como afirmación historiográfica se revela, a través de la palabra, como lo que ella persigue para el sujeto.

Hoy más que nunca es evidente que en Latinoamérica la hegemonía de las elites fue particularmente difusa. Y no se debe ello a que la capacidad articuladora del Estado se haya debilitado.

Una representación del desarrollo hacía posible un relato como el que ofrecía Romero en Latinoamérica. Era la creencia en que Europa debía ser emulada en la consecución de fines socio-económicos pero también en las metas político-culturales. El autor señalaba con claridad la peculiaridad de la historia latinoamericana frente al proceso histórico del viejo continente. Sin embargo, la tensión que fundaba la crisis de la sociedad burguesa europea era la misma que articulaba su pregunta sobre América Latina: ¿cómo lograr una convivencia social armoniosa y progresista?

En este marco se inscribe la factura intelectual de Latinoamérica. Puede decirse mucho, en la estrategia ilustrada que he mencionado, sobre su análisis de las ciudades, sobre el lugar del Estado en la historia que propone, sobre las “fuentes” utilizadas, sobre la división socio-cultural y espacial de las sociedades urbanas. Pero la verdad histórica del libro, indivisible de tales temas, se anuda en su apuesta global, en la búsqueda que lleva a Romero a recorrer la historia latinoamericana. Esa verdad es la del gobierno de la sociedad y la posibilidad de una voluntad de cambio progresivo. Hoy que parece un truismo declarar obsoleta la sentencia althusseriana de que la historia es un proceso sin sujeto, es aún más problemático sostener sin dudas la esperanza de una hegemonía conciente de la sociedad.

La búsqueda de las razones por las cuales ni el ámbito progresivo de las ciudades pudo deshacerse del todo de los orígenes autoritarios que implicó su origen señorial, ni las elites estuvieron siempre a la altura de las circunstancias, no mermó en Romero la confianza progresista por la cual aún era posible escribir la historia de América Latina. Esa esperanza, la «verdad histórica» de Romero, pretendía desentrañar el pasado para hacerlo disponible para la acción del presente. La historia debía ser, a pesar de todas las contrariedades, maestra de la vida. Es en la persecución de esta aspiración no académica en el registro de la historia de las ideas, donde quizás sea pertinente interrogar el enigma más auténtico de este apasionante libro de historia.