(Publicado en El Tiempo, el 23 de noviembre de 1947)
El recuerdo de Gabriel Turbay queda indisolublemente ligado a todas las luchas, Ilusiones y empresas de los de mi generación. Ha muerto a una edad en que otros empiezan a vivir. Es decir, cuando todo colombiano, aún con títulos menores que los suyos a la gratitud nacional, puede legítimamente aspirar a las más altas posiciones. En el caso suyo, hubo una interrupción dramática que es difícil medir por los abismos que convirtieron el final de su vida en un capítulo escapado a la imaginación de Shakespeare.
Desde su primera juventud, Turbay fue el grande adalid de nuestras más desinteresadas campañas; llevó a las cámaras la voz de su pueblo, humillando la soberbia conservadora que no encontró en otro alguno más terrible defensor de las ideas liberales; en la administración pública hizo reformas tan radicales y afortunadas, que su paso por el Ministerio de Gobierno se recordará -si hay en Colombia gratitud- como un momento decisivo para afirmar los fueros civiles y asegurar la pureza del sufragio; tenía la más clara conciencia de su patria, y el país, que así lo aceptaba y que veía en él a uno de sus representantes más ilustres, le vino confiando las misiones más delicadas, en dónde era necesario tener la más fina percepción de nuestro destino como nación.
De pronto, y solo porque su nombre cerraba el paso a otras ambiciones, se resolvió borrarle de la nómina de los hijos de Colombia. En la campaña que se adelantó contra su nombre se acudió a las armas menos nobles, alas más ruines, para aniquilar esa juventud y qué tan hondamente había sentido para evitar el alma colombiana, que tan gallardamente había llevado en sus manos la bandera de un partido limpio en los días de mayor riesgo y aventura.
Al pueblo nuestro, que es generoso, abierto, cándido, se le azuzó como si fuera una jauría rabiosa, para que mordiera al hombre que por él había combatido en 25 años, sin tregua ni reposo. Se armaron las manos de guijarros, las lenguas de sucias palabras, los aires de encendidos apostrofes, en días turbios que hay que recordar para vergüenza, no precisamente de nuestras gentes humildes, sino de quienes así de siniestramente las acaudillaban.
Contra toda persona que haya consagrado su vida al Partido Liberal se viene desatando sistemáticamente la ira del pueblo en un deseo oscuro por tornarlo ingrato y voluble. Pero en pocos ejemplo se ha llegado a extremos tan brutales como en el caso de la lucha por destruir a Gabriel Turbay.
Yo escribo esto con pasión, con irá, porque sé que no hay derecho a eliminar de esta manera las vidas de quienes más largamente han servido a la República. Gabriel Turbay podía ser soberbio, podía tener desmesuradas ambiciones, pero esas ambiciones se confundían fielmente, humildemente, con lo mucho que él quería para Colombia. Como si cada pensamiento suyo fuera recortándose minucioso y delicado para reproducir la silueta de su patria, que es la nuestra. A sus aspiraciones le empujaba, sí, su deseo de gloria, pero le empujaba también el Partido Liberal, le empujaba la República, que nunca se mostró corta en alentarle. Hasta la víspera jamás le dijo Colombia que no fuera de los suyos.
Yo recuerdo a Gabriel Turbay en nuestros días juveniles, cuando los estudiantes solíamos salir a la calle para darle resonancia a las voces íntimas de Colombia. Entonces, Gabriel, que era nuestra lengua y nuestro timbre y nuestro verbo, en calles, en plazas, en asambleas, soltaba sus clarines de combate, y todos éramos unos con él con ese mozo arisco de Santander, que mejor que ninguno simbolizaba el ardor y las ilusiones de nuestras provincias.
Sentíamos mejor la patria cuando en nuestras plazas de la capital, cuando en la de Bolívar de piedra y de bronces, acentos venidos de Antioquia o de la costa de Nariño de Boyacá o de Santander, nos mostraban en toda su anchura la grandeza colombiana. Y siempre allí, Gabriel Turbay surgía como en más gallardo y decidido.
¿Se da cuenta quien tenga sangre, huesos y alma, se da cuenta quien haya respirado desde niño el aire de unas montañas que son suyas, se da cuenta quien haya sentido, al andar por las calles de la capital, que todo eso le es propio, de lo que significa ver que de repente un descubridor falaz arme a todas las gentes y devuelva como extranjero a quien tuvo por suyas esa tierra, ese aire, esas montañas, esas calles, esa luz, esa plaza, ese teatro de su vida?
Técnicamente no sé lo que haya de decirse sobre la muerte de Gabriel Turbay. Para mí ha sido una consecuencia natural en el hombre a quien se le viene encima la ingratitud a lodo y piedra. Se le quitó la tierra en la que se apoyaba, el árbol que le daba sombra, el agua que apagaba su sed.
Yo lo vi en París y lo vi en Florencia no hace muchos meses. Se mostraba más sereno, más recio, más afirmativo que nunca, apasionado como siempre, pero mirando hacia adelante, como si todo lo pasado no fuese sino un episodio que él había sorteado con gracia de limpio deportista. Le oí referir, sonriente, como si fuese un cronista describiendo una escena pintoresca, aquella tarde en que las piedras estuvieron muy cerca de vaciarle los ojos. Como espectáculo humano, como tipo de valor y de grandeza de espíritu, habrá que escribir alguna vez la biografía de Turbay para presentar a un personaje extraordinario, digno de la mejor literatura.
Pero es obvio que esa demostración del hombre que se sobrepone a un drama tan profundo como el suyo, no era sino un telón desplegado sobre la verdad íntima. Turbay estaba herido de muerte. Que esto pese en la conciencia de los responsables.
Al leer la noticia de que su corazón se ha detenido en la sombra, en precipitada catarata de imágenes se me ofrecen ahora mil escenas de su vida, en que veo muy de cerca del suyo los rostros de cuantos forman la estampa de mi generación.
Si al menos esta muerte suya sirviera para lección de quienes arman el brazo de las gentes colombianas con guijarros de ingratitud, habría prestado Gabriel el último y muy valioso servicio a su tierra y al viejo partido liberal.